Portugal ha llegado al final del camino en el torneo que organiza, ante un país entregado a la causa, con una selección que ha sabido superar todos los desencuentros internos, y que, como dicen los ciclistas, viene desde atrás. Ya da igual que los de Scolari tuvieran una preparación desastrosa, en la que hasta España les ganó tres a cero en la inauguración del Estadio del Dragón. Nadie recuerda que los cimientos del campeonato temblaron cuando Grecia les metió dos goles en el primer partido del torneo. Deco ya no es un extranjero recolocado, Scolari es como Shrek, un villano convertido en héroe por arte de magia, y la Virgen de Fátima soluciona los presuntos desplantes de Figo. No es que los lusos hayan sido más ambiciosos que el resto. Italia, Inglaterra, Francia y, por qué no, España llegaban a la Eurocopa con la ilusión de hacer algo grande. ¿Qué diferencia a Portugal de aquellas que quedaron por el camino? El diccionario tiene la respuesta: “Impulso irresistible que hace que las cosas obren infaliblemente en cierto sentido”. Deco no es mejor futbolista que Valerón, Nuno Gomes no superaría jamás a Raúl, Maniche perdería siempre en un pulso con Albelda,… Pero ellos, en su torneo y en su casa, ansían no perder el tren de la gloria. Ese impulso irresistible que define el diccionario es necesidad por hacer algo grande, es una sensación imposible de obviar que te coloca delante de la historia y que, en su momento, hizo Campeona del Mundo y de Europa a la Francia de Zidane. Si Portugal pierde el domingo la final, sus futbolistas se marcharán a descansar, muchos de ellos incluso aprovecharán el buen torneo para cambiar de club y mejorar sus contratos, pero les será imposible colocar su medalla de plata en la vitrina de los trofeos y ponerle una sonrisa a sus vacaciones. Habrán dejado marchar la Copa de su vida. Esa que en España jamás intuimos más allá del lejano horizonte de la Nacional.