18 May, 2015

El gran Vituco

Tuve la enorme suerte de conocerlo y tratarlo con asiduidad en la segunda parte de su vida, la que abarca desde el inicio de los años ochenta hasta hace unas fechas. Vicente Leirachá pertenece a esa clase de hombres que dejan huella por su intensidad y sus conocimientos, además de sus bondades personales. Apenas era quien suscribe un imberbe principiante cuando comencé a recibir sus consejos, recomendado por aquel otro coruñés insigne, Manuel Fernández Trigo, que acababa de aterrizar en la gerencia del Real Madrid. Caían los atardeceres sin la sombra de Bernabéu y la transición política de la vieja España enfilaba su recta definitiva. Al fondo, aguardaban el Real Madrid de Ramón Mendoza, el orden y el talento de Arsenio Iglesias para el mejor Deportivo y la longeva y brillante alcaldía de Paco Vázquez.vituco

Vituco se inició tan temprano en el mundo del periodismo y del fútbol que nadie podría soñar con superar su record, casi ni con igualarlo. Gallego inteligente, rey de la astucia y la observación, del análisis y de la reflexión, siempre con una pregunta para sus adentros y siempre con una respuesta para tomar la decisión adecuada. Confieso que sin él, quizá me hubiera perdido muchas veces en aquellos principios de la profesión donde un chico de provincias,  como yo, se batía el cobre por destacar.

Dábamos pequeños paseos y manteníamos largas conversaciones; el, un sabio con ganas de ayudar y de enseñar; su fiel oyente, un jovencito con cerebro de esponja y loco por aprender. Así pude conocer las viejas cuitas del periodismo coruñés y las bellísimas historia de fútbol que jalonaban sus recuerdos. El mundo no empezaba en Amancio ni en Luis Suárez pero pasaba por los dos y la playa que recibe el mar bajo la Torre de Hércules se convirtió en un fondo de escritorio para aquellas clases inolvidables.

Vituco contaba muchas cosas en pocas palabras. Y de este modo alcanzó una legión de seguidores que admiraban esa capacidad, tanto en La Voz de Galicia como en Radio Voz. Y sabía hacerlo a diario, una de las asignaturas más complejas de esta profesión que nadie podrá borrar jamás. Su alma blanquiazul, deportivista y coruñesa, su pluma de golpe corto y poderoso, su sonrisa de niño pícaro que sabe las cartas del rival antes de que alguien pueda imaginar las suyas, esa mirada profunda de quien se sabe fuerte en los razonamientos y sincero en las emociones, todo eso, fue Vituco. Un regalo de Dios, un privilegio para quienes gozamos del honor de serle próximos.

 

Hace unos días, volví sobre nuestros pasos para caminar frente a los edificios de Riazor y del Orzán hasta llegar al final del paseo. Recordé todas aquellas cosas por las que le debo eterna gratitud y anduve sin prisa y sin miedo hacia la espalda del universo, en un recreo afectuoso de recuerdos y llegué hasta la última baldosa porque estaba convencido de que allí, donde habita el último banco, donde alumbra la penúltima farola, donde rompe una ola, al final del camino, allí, siempre estará Vituco.