Llegó de Argentina para quedarse aunque no perdió un gramo de su acento porteño ni un ápice de su pasión por el fútbol. Se puso los guantes salmantinos y se convirtió en uno de los más grandes guardametas que hayamos visto. La tarde que el balón puso precio a su salud, y le costó un riñón, ya tenía muy claro que, de mayor, sería entrenador.
Lleva el cerebro en un verde tapiz de 105 por 70 y nada podrá arrebatarle esa personalidad tan definida, tan suya, que le permite disfrutar y le obliga a sufrir como a nadie cuando hay una pelota de por medio, una pizarra o una táctica. Pertenece a esa clase de personas con las que el fútbol estará siempre en deuda. Jorge le presta la vida a su oficio de motivador, de psicólogo de almas con botas.
D’Alessandro analiza situaciones, diagnostica problemas, planifica soluciones, asume la responsabilidad y contagia ilusión porque los futbolistas, además de comprenderlo, creen a ciegas sus planteamientos y sus palabras. Acaba de ganar y golear con su nuevo Nástic y nos regala la sensación de estar vivo, de no haberse ido nunca, de rellenar su vacío en el “Punto Pelota” con Josep Pedrerol y de volver al olor del linimento, de la hierba recién cortada, al clamor de los estadios.
Se calzó otra vez los tacos, rellenó su cuaderno de flechas, cargó su vozarrón inconfundible y resucitó de pantalón corto. El fútbol lo recibió ayer en la Imperial Tarraco, capital de la Hispania Citerior doscientos años antes de Cristo, con el cariño de la victoria. Lo merece.