6 Jul, 2010

El placer de España

Tengo el corazón helado, impasible. Miro a los ojos de la luna para que me diga que es verdad lo que termino de vivir. Sé que debería empezar a disfrutarlo ahora mismo pero el reloj del alma se me ha parado a los ochenta y un minutos del partido. Villa la crujió, de palo a palo tras otro palo y se encendieron las luces de Ellis Park, esas luces que este recinto lleva dentro desde que Nelson Mandela transformó el rencor en democracia, el odio en solidaridad, el llanto en sonrisa. Hoy, España se vistió de paciencia, como aquellos que esperaron aquí al lado, en Soweto, cuarenta años para ser igual que los demás, y lució un traje espléndido al final de la pasarela. Por el camino, temblé de miedo por si se caía de los tacones que el Mundial se había encargado de ponerle en los zapatos y sufrí como nunca he sufrido en un estadio. Noté que la vida, la mía y la de otros muchos, se iba y venía por una autopista de sensaciones inexplicables.

Dejo mis ojos que reposen en la noche negra, oscura en la ciudad oscura de este barrio de Bertrams, en la gris Johannesburgo, aunque millones de lucecitas iluminen el verdor del cesped y la portería donde un muchacho con cara de crío, con corazón de guaje, acaba de reventar los latidos de los españoles y de aquellos que nos quieren y nos aman, repartidos por el orbe, como hijos de los hijos de quienes sembraron las esencias de nuestro país, de nuestra nación. No sé si Villa desciende de Don Pelayo pero tengo la certeza de que lo alumbra la Virgen de Covadonga que es pequeñina y galana.

Sufrí por temor a la injusticia, por sentimiento humano de esfuerzo derramado, por las ansias de hacer historia y hacer patria, al mismo tiempo que mostramos al planeta que dibujamos castillos en el aire con cimientos invisibles y sólidos como el oro de las minas que me miran desde la cercanía. Tenía tantas ansias de ganar que sentía terror a perder. Vi a Iker estirarse abajo y a la izquierda, tal y como pensaba que haría, y abrazar un balón criticado, censurado, esculpido en el temblor de los porteros, amarrado por Casillas como la novia fiel que aguarda su momento. Ayoba, dicen los nativos en su lengua zulu. Ayoba es la culminación del momento feliz. Y, sin embargo, sólo era el prólogo al martirio, al penalty de Xabi Alonso acariciando las mallas y la repetición estrellada en el cuerpo del guardameta paraguayo. No hicimos caso al destino de ese minuto porque había otros destinos en otros minutos por llegar. Sabíamos que habían emprendido el regreso a casa nuestros amigos argentinos, brasileños, ingleses, italianos, portugueses, chilenos, franceses… Todos se estaban marchando para iniciar unas vacaciones tristes. Pero yo me quería quedar aquí hasta el final. Nosotros queríamos quedarnos, recé para que nos quedásemos en estas tierras del sur del continente negro, queríamos quedarnos para ganar a nuestro estilo.

Vicente del Bosque, el profesor calmado, el dibujante sereno, el pensamiento inalterable, movió las fichas de nuestro adn. Cesc y Pedro para reventar la velada, Marchena para sujetarla, Xavi, Iniesta y Xabi Alonso, para crear, atrás Sergio, Puyol, Piqué y Capdevila para asegurar, en el epicentro del seísmo, Busquets, Busi, el chico apodado igual que su padre, que lleva la batuta de Del Bosque y el cerebro de Von Karajan para que la orquesta toque. Deja su trabajo Fernando Torres. Y el brillo lo pulió como un diamante, como una estrella, el 7 de España, la casaca roja de David Villa. Dice Pedro Ruiz, uno de mis genios predilectos, que el éxito en la vida es cuestión de tres centímetros. No puede tener más razón. Esta noche, jugamos al billar con los postes de Villar y, al fin, acertamos. Tres centímetros. La explosión de júbllo se escuchó desde aquí y, ahora mismo, retumban las ciudades y los pueblos de la Roja, porque la Roja es un país, un territorio, una bandera y el alma de los que sufren por una causa justa y gozan de sus méritos. Yo soy español, español, español… Linda música para quienes nos quisieron desarmar.

Hacemos historia porque entramos por vez primera en el paraíso de las semifinales y porque soñamos con ésto desde que alguien comenzó a hablar de la maldición de cuartos. Rompemos moldes en un país extraordinario, donde reina la capacidad de luchar contra la adversidad, el afán de superación y la convicción de salir adelante. España no se descompuso ni un instante en ese desfile de recursos, de juego tenaz, en un admirable ejercicio de constancia. Me siento quieto, por dentro y por fuera, mientras escribo y advierto que mis dedos se deslizan sobre el teclado del ordenador como si fueran bailarinas. Me llena una felicidad superlativa, una sonrisa escondida, compuesta por el trabajo de millones de personas a quienes tenemos la obligación, y el placer, de agradecerles su dedicación. A todos los educadores, a todos los padres y madres y tíos y padrinos y abuelas y abuelos, que han llevado a estos chicos a la escuela cuando sólo parecían pequeños renacuajos; a los entrenadores y preparadores y monitores que les enseñaron los secretos del fútbol, a los clubes que confiaron en las canteras, a las federaciones territoriales, que dan de mamar cada día a este bebé del balón que esta noche se ha mostrado crecido, mayor de edad, a todas aquellas instituciones, a los poderes públicos, a los patrocinadores privados, a los que han sujetado el gasto y la inversión que hoy se rentabiliza. LLegar hasta aquí es el trabajo de millones de seres humanos de nuestra piel de toro durante muchos años. Hoy, desde esta silla mágica de Ellis Park, les brindo el homenaje que merecen, ganado a pulso, y les doy las gracias por tanto tiempo anónimo con cargo al bolsillo deprimido de cada cual.

Dejo que mis ojos se cierren despacio para escuchar desde dentro el pulso del fútbol nacional, los sonidos callados del alma de un equipo apodado La Roja, capaz de hacer tiritar a cincuenta millones de seres humanos en la península ibérica y en todas nuestras islas y en el norte de este mismo pedazo de tierra africana donde suspiran por nosotros Ceuta y Melilla… Me olvido de la luna y me recreo en la luz, en el presente y en el futuro. Y le doy gracias a Dios por habernos regalado esta joyas en la tierra de las joyas, aquí, precisamente, donde un lago prehistórico de oro puro se extiende durante miles de kilómetros a través de una veta milagrosa. Siento el orgullo de ser de donde soy, de pertenecer a quienes pertenezco, de compartir con quienes comparto, en definitiva, de haber creido en los que todos hemos creído, de haber sabido esperarlos hasta donde ha hecho falta esperar y sonreir con respeto al resto del globo terráqueo. Porque hemos ganado, bendito verbo, y hemos convencido a todos de que se puede contar con nosotros. Vaya nuestra gratitud para todos los que han jugado y, en la misma medida, para quienes no han podido saltar al campo, guardando sus rugidos internos para convertirse en cómplices imprescindibles de sus compañeros, de sus amigos…

Disfruto de estos instantes en el frío espeso y gris marengo del aire que respiro y me dejo llevar sin rumbo predestinado, hasta que La Roja vuelva para despertarme. Semifinales. En las playas de Durbán. Les pido licencia para ejercer el egoísmo y embeberme, por una vez en la vida, del elixir de una victoria que pide paso en los libros.